MUJERES
CREYENTES
José Antonio Pagola
Después de recibir
la llamada de Dios, anunciándole que será madre del Mesías, María se pone en
camino sola. Empieza para ella una vida nueva, al servicio de su Hijo Jesús.
Marcha "aprisa", con decisión. Siente necesidad de compartir
su alegría con su prima Isabel y de ponerse cuanto antes a su servicio en los
últimos meses de embarazo.
El encuentro de
las dos madres es una escena insólita. No están presentes los varones. Solo dos
mujeres sencillas, sin ningún título ni relevancia en la religión judía. María,
que lleva consigo a todas partes a Jesús, e Isabel que, llena del espíritu
profético, se atreve a bendecir a su prima sin ser sacerdote.
María entra en
casa de Zacarías, pero no se dirige a él. Va directamente a saludar a Isabel.
Nada sabemos del contenido de su saludo. Solo que aquel saludo llena la casa de
una alegría desbordante. Es la alegría que vive María desde que escuchó el
saludo del Ángel: "Alégrate,
llena de gracia".
Isabel no puede
contener su sorpresa y su alegría. En cuanto oye el saludo de María, siente los
movimientos de la criatura que lleva en su seno y los interpreta
maternalmente como "saltos de alegría". Enseguida, bendice a María "a voz en
grito" diciendo: "Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre".
En ningún momento
llama a María por su nombre. La contempla totalmente identificada con su
misión: es la madre de su Señor. La ve como una mujer creyente en la que se
irán cumpliendo los designios de Dios: "Dichosa
porque has creído".
Lo que más le
sorprende es la actuación de María. No ha venido a mostrar su dignidad de madre
del Mesías. No está allí para ser servida sino para servir. Isabel no sale de
su asombro. "¿Quién soy yo para
que me visite la madre de mi Señor?".
Son bastantes las
mujeres que no viven con paz en el interior de la Iglesia. En algunas crece el
desafecto y el malestar. Sufren al ver que, a pesar de ser las primeras
colaboradoras en muchos campos, apenas se cuenta con ellas para pensar, decidir
e impulsar la marcha de la Iglesia. Esta situación nos está haciendo daño a
todos.
El peso de una
historia multisecular, controlada y dominada por el varón, nos impide tomar
conciencia del empobrecimiento que significa para la Iglesia prescindir de una
presencia más eficaz de la mujer. Nosotros no las escuchamos, pero Dios puede
suscitar mujeres creyentes, llenas de espíritu profético, que nos contagien
alegría y den a la Iglesia un rostro más humano. Serán una bendición. Nos
enseñarán a seguir a Jesús con más pasión y fidelidad.
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